MANAO TUPAPAU (El espíritu de los muertos vela)
La obra.
En el año 2017 me invitaron a participar de una muestra colectiva en el Consejo Federal de Inversiones, en Buenos Aires. La muestra se llamó El viaje y si bien el tema de la misma giraba en torno al drama universal de las migraciones, me pidieron realizara una propuesta que estuviera relacionada con una historia personal.
La obra que presenté estaba formada por un óleo de gran formato y seis dibujos. Al nombre lo tomé de una pintura de Gauguin. Esta pintura presentaba dos personajes, una joven y un espíritu en un interior oscuro. Describía una escena del autoexilio tahitiano del artista:
Una noche el pintor volvió a su casa, ya entrada la madrugada. Cuando cruzó la puerta, encontró a su joven amante tendida boca abajo en medio de la oscuridad. Los ojos desmesuradamente abiertos por el miedo parecían emanar una luz fluorescente. Gauguin decía, al hablar del cuadro, que no estaba seguro si era la joven la que pensaba en los espíritus o eran los espíritus los que pensaban en ella. Lo llamó Manao Tupapau cuya traducción del polinesio es El espíritu de los muertos vela.
En mi cuadro aparezco yo en un gran interior oscuro. Sobre un plano que se va convirtiendo en real. Al costado, una joven morena. Los dibujos que la acompañan, hechos con una tinta color sangre, revelan como la pintura fragmentos de una historia, en este caso la mía.
Mi abuelo Wolf.
Mi abuelo Wolf murió hace 73 años en un tren que viajaba del Chaco a Buenos Aires. Tenía tan solo 41 años. Este hecho que marcaría la vida de mi padre, despertaría en mí una búsqueda que me acompaña toda mi vida.
Mi abuelo llegó a Argentina con un grupo de amigos y su familia quedó en Polonia. De Polonia solo nos quedó el nombre de nuestro pueblo como un recordatorio diario en el apellido y los nombres de mis bisabuelos castellanizados en los nombres de mis tíos. A pesar de que Wolf buscaba desesperadamente qué había pasado con su familia en la guerra, no supo, o tal vez no tuvo tiempo, de legar su historia. A la desaparición física de una familia entera durante el exterminio se le sumó la desaparición total de su memoria. Todo se perdió. No quedaron ni nombres, ni fotos, ni documentos. No quedó siquiera una anécdota.
Cuando de chico empecé a preguntarme qué había sido de mi familia, el nombre de Jalowka, nuestro pueblo, no aparecía ni en los mapas. La aparición de internet me abrió todo un mundo de posibilidades. Una de las primeras cosas que conseguí fueron dos fotos de una casa, a través de un contacto que después perdí. Estas fotos habían sido tomadas unos años antes de la guerra, y pensé que podían estar asociadas a mi apellido. Tiempo después, también en internet, encontré por casualidad la foto de la plaza del mercado de Jalowka, tomada en los años treinta. La observé con detenimiento cientos de veces, no había dudas que una de las casas que aparecía bordeándola era la misma que retrataban las primeras fotos.
Mariusz y María.
En mi búsqueda fueron vitales otras personas. María, una enfermera que maneja la página de Facebook del pueblo. Y Mariusz, un polaco que vive en el extranjero y que tiene mi mismo apellido.
María fue la primera que me envió fotos de una casa. Esta vez eran fotos actuales. Me dijo que esa casa estaba enfrente la plaza, y que había sido construida sobre otra que fue destruida en la guerra. Se decía que debajo de ella todavía sobrevivía el sótano de la casa original lleno de botellas antiguas. Esto tenía sentido para mí, porque sabía que mi familia tenía una fábrica de cerveza. Vi las fotos miles de veces. La casa estaba enfrente a la plaza, a la derecha de la iglesia ortodoxa.
A Mariusz lo conocí en persona. Bajó de un crucero en Buenos Aires y nos hicimos amigos. Tiempo después viajó a Polonia para visitar a su madre. Me prometió que iría al pueblo y que me buscaría toda la información que pudiera. Y así lo hizo.
En el pueblo se encontró con María. Visitaron la casa, conocieron a un señor que escribió sus memorias de la historia de Jalowka, en un cuaderno con letras que iba acompañado de todos tipos de gráficos. Esta persona parecía tener un interés especial por lo que había sido la comunidad judía. Luego se adentraron en el bosque y después de mucho insistir lograron que una mujer, que conocía el camino, los llevará hasta lo que fue el cementerio judío. Mariusz me contó que a los polacos no le gustan mucho los cementerios judíos. La mujer tenía miedo, decía que cada vez que se acercaba se le aparecía una figura de traje largo.
Lea.
La tercera persona que me ayudó en mi búsqueda fue Lea, una conexión con el pasado. En las páginas de testimonios que ahora estaban online en Yad Vashem, descubrí que una sobreviviente, que había pasado su infancia en Jalowka vivía en Buenos Aires. La contacté a través de generaciones de la Shoa. Tiempo después me reuní con ella.
La familia materna de Lea Zajac era de Jalowka. Lea me contó que pasó los años más felices de su infancia allá. Para alguien que sobrevivió a Auschwitz, el lugar donde pasó sus años felices antes del infierno está cargado de un significado especial, casi onírico. La primera vez que hablé con ella fue por teléfono. Me dijo que le habían contado que alguien de la familia IALOFSKI la estaba buscando. Era la primera vez que escuchaba mi apellido como lo escuchaba mi abuelo Wolf.
Cuando me reuní con Lea solo pensaba que era un milagro. Me encontraba frente al último miembro de la que fue la comunidad judía de Jalowka que quedaba con vida. Sentados alrededor de una mesa redonda en su cocina, me pareció estar participando de una sesión de espiritismo. Una pequeña foto de su madre nos miraba desde un aparador. Era la única que le quedaba de ella, me comentó. La última vez que la vio fue durante la selección en la plataforma del campo.
En un momento Lea tomó una hoja y empezó a dibujar. Me marcó la casa de su abuelo a un costado de la plaza, la iglesia ortodoxa en otro, a la derecha me dibujó un cuadrado y me dijo esta era la casa de tu familia. Al día de hoy me quiebro cada vez que recuerdo ese momento en que la casa imaginaria de mi familia se hizo real.