Leon Abulafia, Esmirna 22 de mayo de 1898 / 17 de octubre de 1982.
Sara Aruj de Abulafia, Esmirna 6 de marzo de 1910 / 9 de abril del 2000 Israel,
Rosita Abulafia 9 de mayo 1929/ 8 de setiembre de 1969.
Benjamin Lapid 25 de enero de 1926/25 julio de 2011
Testimonio: Marta Lapid
Se que mi abuelo llegó de Esmirna, vino de polizón, después de la primera guerra. En 1914 Turquía estaba aliada con Alemania, el abuelo tenía edad de entrar al ejército. Se ganaba la vida vendiendo cosas con una bandeja en el puerto. Parece que cada vez que lo pescaban deambulando lo reclutaban, lo llevaban al cuartel, le daban uniforme y el abuelo se escapaba e iba a la casa de una hermana. Ella, lo puso un día en un barco con destino a Argentina donde ya había familia. El viajero clandestino llegó a Chipre. Fue a visitar la sinagoga, donde la buena fortuna hizo que el rabino le organizara los papeles y le diera un dinero. Con astucia el rab asoció el apellido Abulafia al del filósofo sefardí y de este modo y con semejantes ancestros pudo obtener sus papeles.
Llegó a Dean Funes donde vivía parte de su familia, pero una vez casado con Sara Aruj, la abuela, se trasladaron a Villa del Rosario, cerca de Dean Funes.
La abuela vino con su mamá a Argentina por reagrupación familiar, su padre había venido primero. Parece que al llegar tenía dos años, pero la anotaron como recién nacida y con nacionalidad argentina.
Sus últimos años los pasó en Israel, quiso estar junto a su hija menor, Tita.
Vino de Esmirna. Entre los abuelos había una diferencia de edad importante, creo que él le llevaba diez años. Fueron padres en Villa del Rosario, y vinieron con las hijas a Córdoba para que estudien.
El abuelo se instaló en la calle San Martín, como buen turco tenía una tienda de telas, y allí mismo estaba la casa. Era un hombre muy bueno, pero estaba muy “enojado” por haber tenido seis hijas mujeres, una falleció y ningún varón. Mi mamá era la segunda, Rosita, amaba estudiar y superarse, termino el secundario pero hasta ahí pudo llegar, la universidad ya era más difícil.
Recuerdo que el abuelo era sumamente religioso, iba al templo de la calle Sarmiento, mi mamá se enojaba mucho por aquello de que las mujeres se sentaban arriba y los hombres abajo. Separados. Era una mujer que buscaba evolucionar. Trabajó toda la vida, era hermosa, mi papá decía que cuando la conoció se parecía a Rita Hayworth, tenía el pelo largo, colorado y con ondas.
Mis abuelos eran muy respetuosos de las fiestas judías, y las convocaban en su casa, porque la abuela era la hermana mayor. Vivían en barrio Juniors, recuerdo la casa de dos plantas, ya se habían mudado del centro y recuerdo a mi abuela siempre en la cocina, haciendo maravillas. Ver a mi abuela cocinando es algo que te hacía agua la boca… Su hija que también cocina muy bien, vive en Israel, pero cuando viene juntamos a las mujeres de la familia y mi tía prepara los sabores de infancia. Una de las veces que vino a Córdoba, mi querida tía Tita, preparó todo lo que hacia la abuela Sara, lo dulce y lo salado. La esposa de mi hermano más chico anotó y anotó y anotó, hasta como doblaba los “boios”, tenían una forma los de queso, otra los de jandraio (berenjenas) o acelga. La suya era una cocina sencilla, venía de una familia humilde. Su baklawa era sublime, se pasaba horas en la cocina… era todo un ritual, cantidades de cosas metidas en mieles, dulce de coco, frutos secos.
En Pesaj y en Rosh Hashana mi abuelo desplegaba su tradición y su religiosidad. Los nietos, éramos bastantes, no veíamos las horas de que terminara la ceremonia para disfrutar de lo festivo. La abuela hacía los rituales de la cocina, ¡eso era celebrado!: los huevos de colores, un año los teñía con anilina roja, otro con anilina azul. Los servían con la cáscara, y la sorpresa era romper el huevo en la frente del distraído. No se de dónde sale esta costumbre, pero era muy divertido, y doloroso…
Y después, al final de los finales se cantaba en ladino, … “tres cabriticas…” ¡Divino! Todos cantábamos. Mis abuelos tenían muchos hermanos, pero a quienes conocí eran a las hermanas de mi abuela, sus hijos y algunas primas. Todos se acercaban a la casa de los abuelos después de cenar. A medida que llegaban iban llegando las delicias: el café turco, se pasaban las bandejas con ese dulce de coco que era tan empalagoso, lo traían en una bandeja con los vasos de soda, entonces comías el dulce que era bien duro, y metías tu cuchara en un recipiente de agua y ¡tenías que tomar ese vasito de soda!
Había dos ritos que era imposible olvidar, el de lo religioso y el de los aromas y sabores de nuestras raíces. El abuelo hacía ayuno para Kipur, iba al templo todo el día, y nosotros íbamos a saludarlo. La abuela, volvía antes y lo esperaba en la casa, rompían el ayuno con pan blanco untado en aceite, antes el abuelo nos hacía abrir la boca, para ver si habíamos ayunado o no; cuando se te ponía blanca la lengua significaba que habías observado las normas.
Mi mamá hacía una masa dura bañada en mieles, que se llama piñonate, la masa horneada y cortada en pedacitos hundida en miel, quedaba como un pegote, creo que es un dulce árabe de origen medieval, se hacía como un ñoqui, se lo ponía en almíbar y luego en hojas de limón. Muy rico. Mi mamá cuando hacía esas cosas, las escondía dentro de un placard con llave, para que no las devoremos, buscábamos esa llave por toda la casa, pero era infranqueable.
Rosita, mi mamá era una persona emprendedora. Sentía esa presión de querer estudiar y hacía cosas inusuales para la época, como por ejemplo, jugar al básquet en el club UJIC. Usaban para practicar el deporte unas polleras como bombachudos, era pudorosa, o quizás se usaba. Y me parece que es en esas circunstancias cuando conoció a mi papá, a través de una amiga, Carmen Calvo de Weller. Mis padres se casaron muy jóvenes, una forma quizás de mi madre de independizarse de la tutela familiar, que parece era bastante opresiva, para su espíritu independiente. Recuerdo su intensa vida social con su “barra” de amigos, con ellos salían o se juntaban en sus casas.
Mi mamá defendía su autonomía y esto generaba una cierta tensión en la familia, excesivamente conservadora, su ambición que no era más que la búsqueda de una posición, de trabajar, de tener una linda casa, de tener una familia con seguridades básicas, no correspondía con los patrones de la época y del estilo de familia de inmigrantes turcos, que aspiraban a modelos tradicionales, con mujeres sumisas y entregadas, como única actividad, a la familia.
Rosita trabajo siempre, era una mujer ocupada, tenía su responsabilidad. A veces extrañaba su presencia en las fiestas escolares, pero ahora la entiendo perfectamente. Le encantaba leer, era socia de la biblioteca Córdoba. A la salida del trabajo pasaba por allí, y traía dos libros, uno para ella, otro para mí. Cuidaba de los libros amorosamente, y en mi mesa de luz siempre había un libro verde o uno azul, destinado a calmar mi curiosidad, tan grande como la suya.
Mi papá también fue un gran lector, en mi casa había una linda biblioteca. El papi se levantaba a las siete de la mañana para ir al trabajo, y regresaba a las siete de la tarde, había que producir. Mi mamá trabajó hasta el penúltimo día de su vida, tenía solo 40 años, familia y trabajo, eso era para ella su actividad. No era religiosa, no recuerdo que manifestara un orgullo de ser judía, pero fuimos los tres al colegio Israelita, tal vez ella depositó allí la construcción de nuestra identidad judía, y se quedó tranquila, evidentemente confió nuestra educación en ese colegio no en otro.
M papá nació en Dizna, un pueblo de Polonia, el 25 de enero de 1926. Estaba muy cerca de la frontera con Rusia, en Bielorrusia. Las familias paterna y materna estaban asentadas allí. Cuando migraron a Argentina él tenía siete años, y su hermana Raquel Lapid, luego de Yurevich, también era una niña pequeña.
Cuentan que mi abuelo, Gregorio Lapid, en una revuelta en Dizna, tuvo un incidente con un policía y tuvo que dejar Polonia, se vino creo que en 1932, y se instaló con su hermano Pablo, en Córdoba. Y, cuando se instaló, trabajaba de sastre, llamó a su mujer y a sus dos hijos, un año después. Rosita Edith Aronson de Lapid, mi abuela con sus hijos, Raquel y Benjamín, tomaron un tren y cruzaron toda Europa para llegar hasta el Asturias, el barco que los iba a convertir en inmigrantes desde que bajaran sus valijas en el puerto de Buenos Aires.
Mi papá recordaba ese viaje, venían muy hacinados, en el subsuelo, pararon en Brasil, recordaba el deleite que sintió cuando probó la primera banana y un helado. Recuerdos de un chico de siete años, muy memorioso, que también describía con nostalgia la nieve de Dizna, el trineo, y el vapor constante que salía del samovar de una casa de té, donde solían ir. La tía también recordaba cosas; cuando mi hermano Roberto, fue al lugar de origen de la familia, siguió las pistas que mi tía Raquel le había dado: así pudo encontrar el sitio donde había estado la casa de los abuelos. Todo el pueblo en la guerra, completo, desapareció, se supone que a la familia la acribillaron en los bosques. Mi hermano Roberto hizo un Kadish en el bosque, in memorian. Queda algo de familia dando vueltas y mi hermano la rastreó. Encontró una parte en Canadá y otra en Israel. Por una casualidad , se contactó una prima que era la nanni que los cuidaba de Benjamin y Raquel, de chiquitos. Esta mujer vino a nuestra casa en Carlos Paz, por ella supimos que algunos se salvaron huyendo por la frontera, y que los soldados de los tanques rusos los ayudaban a salir. Así fue como ella pudo salvarse, escondiéndose por años.
Al año que llegan a Córdoba, Rosita Edith muere de neumonía, según parece había llevado comida al abuelo Gregorio bajo la lluvia. Mi abuelo falleció un año después. Raquel y Benjamín quedaron huérfanos muy pequeños y eso los marcó para siempre. Los dos pequeños fueron criados por el tío Pablo junto con la tía, con algunas dificultades, porque ellos ya tenían cinco hijos y les faltó el afecto al que estaban acostumbrados. A decir verdad, no tuvieron una buena infancia, aunque siempre agradecieron a los tíos el haberse responsabilizado de sus vidas.
Mi papá entró a trabajar en la Caja, todavía no existía el Banco Israelita. Comenzó siendo cadete a los 12 años y contaba que iba en bici a comprar chocolates y el café, y es en ese banco donde hizo carrera y donde se jubiló. Cursó todo el secundario de noche, y la tía Raquel solamente pudo hacer el primario, tenía que trabajar.
Ñome, como le decían a mi papá, fue en el trayecto gerente de sucursal, armó la sucursal de Buenos Aires, también fue tesorero, un hombre muy apreciado, dicho por quienes lo conocieron. Una persona entregada a su actividad, tenía amistades eternas, depositario de una enorme confianza. De honestidad y cordialidad pocas veces vista.
Recuerdo que el banco cerraba el balance del año los 31 de diciembre, mi papá llegaba tardísimo a la cena porque estaban haciendo el cierre del año. Feliz cuando los números “cerraban”.
Tuvo amigos de toda la vida, y le gustaba recordar a las personas en el día de su nacimiento. Tal vez por su carencia de niño, supongo que no había tenido demasiadas celebraciones. Tan es así que todavía conservo una carpeta con hojas de contabilidad, de rayas azules y rojas, donde anotaba las fechas de cumpleaños de todos los que conocía, hasta el diariero de la esquina. Todos. Mi papá levantaba el teléfono para saludar, o pasaba, porque era fiel al ritual de los aniversarios. Y se recorría el centro, le encantaba caminar, y entraba a los comercios de los conocidos para darles el saludo de cumpleaños. Siempre tenía un recuerdo para alguien, tenía una mirada muy cariñosa hacia la gente que era amable con él, era un hombre reconocido. Tenía muchos grupos: el de los amigos del banco, el de los paisanos “ricos”, el grupo del truco, el grupo del póker, el grupo de los íntimos. Cuando viene la tecnología, sintió que no iba a poder, y decidió retirarse, pero siguió trabajando. Mi papá trabajó hasta casi su último minuto, hasta los ochenta años.
Recuerdo que escribía hermosísimo, el hacía algunos discursos para el banco, tenía una gran capacidad para expresarse con la escritura y como lo hacía con máquina de escribir, ponía carbónico, y es por eso que tenemos algunas de las copias.
Un día del inmigrante, el gobierno de la provincia reconoció a algunos inmigrantes notorios, y mi hermano me comentó que había acompañado a mi papá a recibir esta distinción. Le dio gracia el hecho que iban nombrando a fulano, de Italia, a sutano de España, y cuando lo nombraron a mi papá dijeron Benjamin Lapid, de Israel. Es difícil explicar algunas cosas en la diáspora, ahora menos, tal vez.
Trabajó muchísimo cuando estábamos en el primario con la cooperadora, me acuerdo que el presidente de la cooperadora era el Dr. Gorischnik. Entre otras actividades compraron unos bancos verdes muy modernos, y cuando me senté en uno de ellos me dijeron que esos bancos habían sido comprados con el esfuerzo de la cooperadora, y entre ellos estaba mi papá.
Al club no iba, al ser el Israelita un banco pequeño, era muy asediado por la colectividad, él y todos los que trabajaban ahí. Ponía un pie en Hebraica, el día de su descanso y venían a preguntarle por sus finanzas y como estaba el estado de cuenta.Mi papá y sus colegas sabían el nombre de las cuentas con los nombres de todos, eso le hacía tomar distancia, para no agobiarse.
Solo recuerdo una vez, fui con él a Hebraica por que los empleados del banco hicieron un partido de fútbol, y le pidieron que diera el puntapié inicial, ¡era un alma pater!
Mi padre amaba las sierras cordobesas, todas nuestras vacaciones fueron al valle de punilla. Los fines de semana siempre al campo con el mate y los amigos!
Tanto él como mi tía Raquel eran muy atentos a la imagen, a la dignidad, a no mostrar debilidades, y esto debe ser producto de las vicisitudes de sus respectivas infancias.
Benjamín y Rosita trabajaron intensamente para ir evolucionando, hasta alcanzar una buena situación. Mi papá fuera del trabajo del Banco llevaba contabilidades y mi mamá era su socia, ella hacía la teneduría de libros.
Nos dieron una infancia agradable, era una vida armónica y tranquila. Cuando ya estaba la cosa funcionando, se enfermó mi madre, cuando se fue, mi papá quedó solo con hijos chicos. Fue un hombre super cariñoso, siempre presente, muy generoso y protector. Un buen papá.
Ambos nos dejaron un modelo de familia, que intentamos conservar. No están con nosotros, pero mis hermanos, mis hijos, mis sobrinos, los nietos, disfrutamos y celebramos cada festividad judía, cada viernes el Shabat, y encontramos siempre algún motivo para vernos y compartir y recordar a los que estuvieron y disfrutar de los que están.