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Sara Krupnik – Gregorio Vainer

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En recuerdo de mis padres

Son muchas las historias y los recuerdos que vienen a mi mente a la hora de escribir estas palabras. Para ordenarlas, voy a hacer primero una breve reseña biográfica, para después contar algunas historias de vida que recuerdo.
Mi madre Sara Krupnik hija de Elena Glikman y León Krupnik, llegaron de Vilna, Lituania a principios del siglo XX. Arribaron a estas tierras con dos hijos varones. Sara, mi madre, nació en Córdoba, en el hospital de Clínicas, recientemente inaugurado. Estaban muy contentos de tener su primera hija mujer. Cuando las enfermeras la llevaron para asistirla, al traerla nuevamente les cambiaron el bebé y le trajeron un varoncito que no tenía nada que ver con la genética de la flia. Con mucha dificultad, ya que no hablaban fluidamente el castellano, pudieron arreglar la situación. Esa fue su llegada al mundo. Después tuvieron 2 varones más.
Mi papá Gregorio Vainer hijo de Rose Soifer y León Vainer, inmigrantes que llegaron de Ucrania (Odesa y Kiev) fue el mayor de 3 hermanos y muy mimado por su madre. Se contaba que era muy rebelde, sus padres lo mandaban al shule, y una vez que vino el cobrador por la cuota mensual, este le preguntó a mi zeide, “para que paga el shule si no manda ningún hijo?” Mientras vivían mis abuelos fue motivo de comentario en la familia la magnitud del castigo que recibió.
Vivían en la seccional segunda, donde vivía gran parte de la colectividad. Mi mamá se recibió de “Tenedora de libros”, que es lo que  hoy sería “Contadora”, y formaba parte del primer equipo de básquet femenino de Córdoba (era el equipo de Macabi).  Mi papá hacía todo lo posible por conquistarla, a tal punto que obligó a su hermana menor a ir a jugar al básquet para que se haga amiga de ella y así acercarse.  Evidentemente tuvo éxito, se casaron el año 1935. Tuvieron 3 hijas, con angustia de mi padre, que pensaba que cuando muriera no iba a haber nadie que dijera “kadish, ya que las mujeres en esa época no contaban para rezar.
Y trasmitirás a tus hijos. No fue una enseñanza intelectual, verbal, de leernos la biblia para niños, sino una forma de vida y experiencias.
Recuerdo que cuando  era muy chiquita  y cuando faltaba poco para terminar la segunda guerra mundial, se comunicaba por radio lo que encontraban los aliados al ocupar Europa. Se reunía la familia y sacaban al patio una radio enorme, era un mueble con patas, para escuchar mejor, ya que la transmisión llegaba desde Bs.As. No escuchaba ni entendía lo que decían, pero lo que quedó grabado en mi era el aire de angustia que reinaba. Se miraban entre ellos a los ojos, sin decir palabra, contenían manifestaciones verbales, para que los chicos no escuchen, pero como se sabe hoy, los niños captan todo, sin entender, reciben las angustias y sentimientos de los adultos y los hacen propios.
Después el fin de la guerra, que fiesta tan grande hicieron en mi casa, vinieron todos los parientes y amigos, que alegría que reinaba, brindaban y estaban muy contentos.
Aun hoy me emociono cuando recuerdo, qué fuerte que fue, yo tenía 8 años y estaba jugando en el patio con mis muñecas al final de la mañana, y llegó mi papá, en horas de trabajo, era insólito, estaba blanco y no podía hablar, se apoyó en la pared para no caerse, con gran susto de toda la flia. Y pudo decir “en la Un votaron la partición de Palestina y surgió el estado de Israel…La juventud sionista cortó la calle Alvear y están bailando  “ora” en medio de la calle”.
Recuerdo que en diferentes  fiesta que íbamos: casamientos, cumpleaños, etc, mi papá con su prima, Rosa Visostky, pasaban por los invitados juntando fondos para Israel, con la alcancía del KKL; participó de todas las instituciones judías de nuestro medio. Colaboró tanto como pudo con Israel y con las instituciones de Córdoba.
Ya existía Israel y llegaban barcos con sobrevivientes de la tragedia de Europa, mi mamá que siempre trabajó en OSFA, reunía en casa a señoras para coser, ella tenía máquina de coser, algún paisano que tenía tienda regalaba telas al por mayor, tenían moldes para hacer vestidos para diferentes edades, alguien los cortaban y pasaban tardes enteras en el patio de mi casa cosiendo, y tomando té. Aún recuerdo unos vestiditos color rosa viejo terminados, y alguien que dijo: “son todos iguales, busquen en su casa puntillas, cintas, etc, y cada una hágale un detalle diferente a cada vestido para que no parezcan uniformes”. Así mandaban cajas con ropa para ayudar.
Rescato estos recuerdos, podrían ser muchos más, porque creo que con ellos, nos entregaron el legado de nuestra historia milenaria, la cual pudo ser trasmitida a mis hijas y nietos.  

Martha Susana Vainer

 

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