Más conocido como “El templito” que está detrás del shil, el Jalalei Tzahal, es sinónimo de familia.
Allí la gente constituye una gran familia, todos tienen nombres pero no apellidos. Porque lo que los une es una religiosidad que supera las palabras y trasciende el alma. Entre sus asistentes se conocen, se saben, se cuidan. “Y si alguien no viene, averiguamos si le pasa algo”, reconoce Jane Pristzker, quien ha quedado a cargo de varias tareas con el paso del tiempo.
En el templito se conocen por su nombre. Así pasó desde el principio: el principal impulsor era Arnaldo (“el Brasilero”) (Z´L), le siguió su esposa Betty (Z´L), y hoy siguen sus pasos Jane, Moishe, Mati, Miriam, Carlos, Daniel, Mario, Gabriel, Marcelo, Adrián, Luisa, Pablo, Bety, Guillermo, Rubén, Tomer y tantos más, que se reúnen los sábados por la mañana con rutinas que los unen y los definen. Rutinas que pasan por alguna lectura, comentario, evocación y algún bocadito.
Para sumarse al Jalalei no hay edad, solo voluntad. Todas las personas que asisten permanentemente hacen cosas que marcan la identidad y pertenencia: desde su nombre (Jalalei Tzahal) hasta cada acción. “La última que hicimos fue encargar unas kipot con el logo nuestro. Son de color verde que identifica a las fuerzas de defensa israelíes, llevan el logo del Jalalei y el del Centro Unión Israelita.”
Este pequeño templito es enorme a la vez, y sostiene el minián de shabt y jaguim ininterrumpidamente. Su “kavaná”, vale decir la intención que le suman a cada plegaria, no tiene parangón. Y es muy difícil de transmitir. Hay que estar allí para vivirlo.